Leo atentamente esta mañana en ABC que el artículo 494 del código penal castiga con cárcel de seis a doce meses o multa de doce a veinticuatro meses a los que promuevan, dirijan o presidan manifestaciones o cualquier otro tipo de reuniones ante el Congreso de los Diputados, del Senado o de una asamblea legislativa de una comunidad autónoma, cuando estén reunidos, alterando su normal funcionamiento.

La deducción lógica que puede sacarse del hecho que la nueva acampada, esta vez frente al Congreso, no acabe con varios imputados sentados ante un juez es que el Congreso no funciona. Es obvio que estaban reunidos frente al Congreso de los Diputados y es innegable que los diputados estaban reunidos dentro, por lo tanto, el único argumento que tiene la fiscalía para no actuar tiene que ser necesariamente que el Congreso de los Diputados no «funcionaba con normalidad» en el momento de producirse la concentración de vagos a sus puertas. Silogismo puro.

Lo cierto es que de un tiempo a esta parte en España se persiguen sólo unos delitos y se hace la vista gorda con otros. Básicamente, la izquierda radical, desde Bildu-ETA a los puercos Indignados, están por encima de la ley.

Resulta indignante para el ciudadano medio ver como se le persigue vorazmente por encenderse un pitillo, pisar un poco el acelerador, o tomarse un Gin Tonic después de comer teniendo en cuenta que el tabaco, los coches de gran cilindrada y el alcohol son todos ellos productos que, además de ser absolutamente legales, comparten una elevada fiscalidad. Por el contrario, resulta frustante comprobar como otra serie de delitos son absolutamente ignorados por el poder judicial.

Esto viene a ser la primera consecuencia de la inexistencia real de la independencia de los poderes legislativos y judiciales. Con la fiscalía y los jueces al servicio de los políticos, el único que puede salir mal parado es el ciudadano de a, pie. Los demás están por encima de la ley.